Por Pedro María Rivera

Aprender a jugar al ajedrez, a montar en bici, a empezar a tocar un instrumento, a recoger fruta y verdura de un huerto o los huevos de gallina de un corral; mejorar en la cocina, leer un libro, soltarme a nadar, pintar un cuadro, hacer sudokus… ¡Anda que no hay cosas en las que pueda invertir el tiempo y tener nuevas experiencias para mi bagaje cultural!

Se preguntarán el por qué de mi contradicción con el dicho popular de que el saber no ocupa lugar. Es por su conexión con la motivación interna de la persona -la que se denomina intrínseca-. Prefiero afirmar que sí merece la pena invertir una parte de nuestro tiempo en la novedad, en el aprendizaje, en la búsqueda de alternativas porque con ello vamos a lograr mayor capacitación para resolver cualquier situación que se nos plantee en la vida; lo aprendido sí va a ocupar un lugar y en algún momento lo vamos a utilizar.

Mi afirmación puede que sea fruto de la experiencia compartida con muchas personas que en su evolución personal me han manifestado, en infinidad de acciones formativas que he coordinado o en las que he participado aprendiendo, su satisfacción por haber superado por sí mismas la resistencia a cambiar, a recibir algo nuevo con actitud de empatía; por adquirir nuevas opciones para desenvolverse ante las difíciles situaciones que nos depara la actividad diaria. La actual pandemia es una muestra de enfrentarnos a retos difíciles.

En definitiva el saber, sí ocupa un lugar, el de tener otra alternativa o llevar más recursos de conocimientos y experiencias en el propio macuto, el de ser más competentes a partir de tener expectativas positivas sobre nosotros mismos y facilitarnos el aprendizaje. Es, también, una actitud favorecedora del desarrollo personal.

Mejor lo refleja una anécdota que me sucedió durante la típica ronda de presentaciones de las personas asistentes a un curso. Acababa de exponer los objetivos que íbamos a desarrollar de lunes a viernes y de sugerir la metodología participativa y de intercambio de experiencias. Después de mi propio saludo y presentación, lo hicieron otros participantes; de repente uno de ellos nos dijo algo que no se me olvidará jamás:

«Me llamo Manuel, tengo 64 años y 361 días. -Todos le miramos con gran curiosidad y sonriendo por tan impactante forma de comenzar-. Llevo en la empresa -prosiguió él- más de cuarenta años y, de ellos, tengo una experiencia de casi los mismos y digo esto porque me he pasado rotando y aportando mi trabajo y aprendiendo cosas nuevas en infinidad de ocasiones; quiero decir -matizó- que no los tengo sólo de antigüedad, sino de experiencia debida a los cambios continuos. Así pues, me jubilo el próximo viernes, cuando cumpla los 65 años de edad». Después de un aplauso del grupo, añadió…

«He querido despedirme de esta manera. Sabía que estaba programado este curso que tenía previsto hacer en tres ediciones anteriores y una vez por razón de enfermedad y otras dos por viajes de trabajo me quedé sin poder realizarlo. Quiero llevarme el mejor recuerdo, el de seguir aprendiendo de por vida, me voy por mi jubilación pero os recordaré, creo que nos veremos y, sobre todo, reflejaré siempre mi preferencia y visión por los aspectos positivos propios y del grupo. Lo que casi siempre me ha movilizado ha sido mi motivación por continuar aprendiendo para mí mismo y para volcarme en aportar».

 

El curso lo coordinábamos dos profesores y les aseguro que tanto el grupo como nosotros mismos aprendimos de cada intervención y aportación de Manuel pues, además de saber y tener experiencia, su actitud reflejó humildad, sencillez y muy buena pedagogía al exponerlas. Felices vacaciones aprendiendo a descansar y algo más.

Por Pedro María Rivera

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